El problema del plástico
Por qué ha llegado la hora de despedirnos del 'material perfecto'
Llegó a nuestras vidas hace décadas como un milagro de la industria química: un polímero que podía adoptar cualquier forma, que era duradero y muy barato de producir; el plástico prometía cambiarlo todo y no decepcionó, lo hizo. Hoy en día, cuando podemos encontrarlo en todas partes, empieza a ser evidente que tantas ventajas debían tener alguna contrapartida.
Desde del pasado 1 de julio ningún comercio puede dispensar bolsas de plástico ligeras a sus clientes sin cobrárselas. La medida, que fue aprobada por Real Decreto en mayo, busca desincentivar el uso de estas bolsas por parte de los clientes hasta dejarlo en menos de 90 unidades por persona y año.
Es un paso adelante, sin duda, pero un paso pequeño, a tenor de la información que nos llega de los grupos ecologistas y otras voces autorizadas. Greenpeace, experta no solo en luchar por el medio ambiente, sino también en exponer los problemas de manera bastante elocuente, publica en su página web que cada año llega al océano el equivalente a ¡1.200 veces el peso de la torre Eiffel en plásticos! Evidentemente, otra gran parte no llega jamás al mar, con lo que el problema es aún mayor.
Cuesta creer que el plástico siga teniendo semejante presencia en nuestras vidas, a la vista de los problemas que conlleva su uso, y más aún teniendo en cuenta que existen alternativas para muchas de sus aplicaciones. Pero en contra de lo que cabría esperar, cada vez lo utilizamos más y con menos sentido. Productos que toda la vida se han vendido a granel, como por ejemplo las frutas, han empezado a aparecer en recipientes de plástico, o en bandejas de poliestireno cubiertas con film. Una medida completamente innecesaria y muy irresponsable.
Que la tendencia está lejos de invertirse lo prueba el hecho de que la producción de plástico ha aumentado en un 900% desde 1989. Por cierto, la mayor parte del plástico que se produjo en aquel lejano 1989 sigue por ahí, en alguna parte.
Vida de una bolsa
Una bolsa de supermercado, el producto con el que hemos comenzado este artículo, tiene una vida útil de quince minutos de media, y una vida inútil de 55 años, que es lo que tardará en descomponerse. No es mucho tiempo, comparado con los 500 años que tardará una botella de plástico. En cualquier caso, mientras se descompone pueden pasar muchas cosas.
Al ser un artículo tan ligero, probablemente nuestra bolsa consiga escapar del vertedero y se pase un tiempo dando vueltas por ahí, impulsada por el viento, hasta acabar en algún curso de agua que la atrapará y la conducirá, lenta pero inexorablemente hacia el mar.
Una vez allí quedará al capricho de las corrientes, que tenderán a agruparla con otros muchos desechos en un gran banco flotante de basura. Que ese banco termine en una playa hasta hace poco paradisiaca y tenga que ser extraído a costa de grandes costes para volver a la casilla de salida; o que pase al siguiente nivel y se una al ya conocido como séptimo continente, una acumulación de plástico flotante del tamaño de Argentina que se concentra en mitad del océano, dependerá de la suerte. Pero incluso si nuestra bolsa termina allí, flotando en mitad de la nada, su presencia no será para nada inocua.
Mientras flote cerca de la superficie irá fijando a su alrededor otros productos contaminantes creados por el hombre, como el DDT y el PCB, que hace décadas que concluyeron su propio camino hacia el océano y que también se resisten a desaparecer. La concentración de estos contaminantes, que entre otras cosas afectan al sistema inmunológico de los grandes cetáceos, es varios millones de veces superior en torno a los desechos de plástico flotantes que en las zonas no contaminadas.
Después, poco a poco, nuestra bolsa irá fragmentándose en trozos cada vez más pequeños y entrará en la infame categoría de los microplásticos. Los microplásticos son fragmentos inferiores a 5 milímetros, que los animales ingieren de forma involuntaria y que recorren toda la cadena trófica en sentido inverso hasta acabar de nuevo en nuestros estómagos. Y así es como alguien, dentro de varias décadas quizá, llevará en su estómago trozos de esa bolsa que a nosotros nos costó cinco céntimos y que solo utilizamos durante un cuarto de hora.
La hora de cambiar
Quienes hace pocos años se proponían vivir una vida sin plásticos no encontraban más que obstáculos en el camino. El plástico estaba por todas partes (aún lo está) y el compromiso pasaba por renunciar a muchas cosas, más que por hacer un esfuerzo extra por conseguirlas de otra manera.
Hoy en día, en cambio, cada vez más gente es consciente del problema y el asunto empieza a debatirse en serio. En las grandes ciudades han aparecido comercios que lo venden todo a granel, desde las legumbres al jabón para la lavadora. Hace bien poco una conocida cadena de supermercados presente en casi todas las ciudades españolas ha decidido adelantarse a lo que es inevitable y ha renunciado a dispensar bolsas de un solo uso, ni siquiera pagando. Es un primer paso que pretenden que conduzca hacia un futuro en el que el plástico desaparezca completamente de sus estanterías.
Como consumidores tenemos cada vez tenemos más medios, si no para renunciar por completo al plástico, al menos sí para reducir drásticamente el uso que hacemos de él. Lo primero es informarse bien. Algunos productos llevan plástico en formas que ni imaginaríamos. Las cremas exfoliantes, los detergentes y muchos dentífricos, por ejemplo, llevan entre 130.000 y 2,8 millones de microesferas de plástico, los temidos microplásticos capaces de atravesar todos los filtros de una planta depuradora de aguas y acabar, dentro de un tiempo, en nuestros estómagos.
Aunque, como decíamos antes, la producción de plásticos sigue creciendo, también lo hace el rechazo de la gente a su utilización de manera innecesaria e irresponsable. Tal vez esa tendencia nos haga abandonar finalmente ese milagro de la química que fue el plástico. Esperemos que ese día no tarde en llegar tanto como nuestra bolsa tardará en desaparecer.